Castillos, palacios -como el de Cocentaina- y casas de la señoría, más comarca (Marquesat) y subcomarca (Comtat) con denominaciones nobiliarias, atestiguan el pasado señorial de la gran mayoría de términos hoy alicantinos. En la casi totalidad de ellos, el establecimiento enfitéutico ha constituido el fundamento de las estructuras de propiedad de la tierra.
A pesar de su decisiva influencia, capital importancia y singular papel en la génesis de gran parte de las estructuras de propiedad de la tierra en el antiguo reino de Valencia, la enfiteusis es figura jurídica casi desconocida, muy poco divulgada, en ese ámbito, donde antaño fue omnipresente. A su extraordinaria difusión contribuyeron, primordialmente, conquista cristiana, sentencia arbitral de Torrellas (1304), fuero alfonsino (1329), expulsión de los moriscos (1609), roturación de yermos y bonificación de aguazales. Comencemos por advertir que el término griego enfiteusis, transliterado a latín y castellano, no fue de uso común en territorio valenciano, donde adquirió carta de naturaleza la metonimia a favor de alguno de sus elementos esenciales, como muestra la carta puebla de Sagra y Cenete (1611), al referirse al censo perpetuo que “en Castilla se llama emphiteotical y en este Reyno de Valencia fadiga y lluisme”; denominación reducida en el Bajo Segura a tan solo “fadiga”, de modo que los enfiteutas se llamaban fadigueros, es decir, los colonos con explotaciones sujetas a fadiga. El Código Civil (art. 1605) dispone: “Es enfitéutico el censo cuando una persona cede a otra el dominio útil de una finca reservándose el directo y el derecho a percibir del enfiteuta una pensión anual en reconocimiento de este mismo dominio”. Curiosamente, la definición de la Academia resulta quizá más completa: “Cesión perpetua o por largo tiempo del dominio útil de un inmueble mediante el pago anual de un canon y de un laudemio por cada enajenación del dicho dominio”. Como el título del artículo indica, nos referimos aquí, con brevedad y concisión, a la enfiteusis señorial, con amplia presencia en los reinos de la Corona de Aragón: Aragón (treudo), Cataluña (cens), Mallorca (alodio) y, sobre todo, Valencia (fadiga i lluisme).
Recordemos, sin entrar en ella, la inacabable controversia sobre si la enfiteusis alodial, ajena a toda carga y derecho señorial, ha de tenerse por censo o condominio. A diferencia, no es igual en la enfiteusis señorial, donde la noción de condominio ha sido siempre más teórica que real, una abstracción jurídica, una ficción o simulación legal: durante seis siglos, en el Antiguo Régimen, la enfiteusis señorial nunca fue un contrato entre particulares, ya que el estabiliente o censualista no intervino, antes de 1811, solo como dueño de la finca sino, por encima de ello, como titular de la jurisdicción o firme candidato (en la creación de señoríos alfonsinos) al logro de ella: su dominio directo fue siempre mayor y eminente; mientras, en total y absoluta inferioridad de condiciones, el útil, sometido a vasallaje, en niveles de subsistencia y lleno de agobio, quedaba reducido a poco más que un derecho hereditario al trabajo de la tierra, cuya transmisión onerosa venía gravada por el laudemio y mediatizada por la fadiga, con su pervivencia amenazada por el comiso y, en última y suprema instancia, por la jurisdicción señorial. Abolida esta en 1811, salvo el paréntesis del trienio constitucional (1820-1823), la supremacía dominante del dominio directo, aún eminente, se mantuvo, al menos teóricamente, durante la década absolutista (1823-1833). Luego las tornas se invirtieron por completo en la dirimente década de 1833-1843, cuando una serie de disposiciones desvinculadoras y hechos demolieron la sociedad estamental; el dominio directo de los señoríos solariegos o territoriales quedó huero y vacío de contenido cuando, tras la sublevación de la provincia de Valencia (1835) los enfiteutas se negaron, en masa, al pago de canon y laudemio, dejando asimismo de cumplir sus restantes obligaciones con el dominio directo. Así pues, tampoco cabría ahora hablar, al margen de la ley, de auténtico condominio: el dominio directo había concluido ante una situación fáctica y nunca se restablecería, terminaría por extinguirse vía prescripción o redención, absorbido por el útil, transformado en dominio pleno por la consolidación de ambos. En resumen, la enfiteusis señorial valenciana bajo el Antiguo Régimen puede considerarse un censo con dominio, que facultaba al censualista o estabiliente y sucesores a cobrar canon, percibir laudemio (habitualmente, una décima parte del precio del dominio útil en las transmisiones onerosas), exigir cabreve (reconocimiento formal y periódico del dominio directo por el enfiteuta), ejercitar la fadiga (derecho de tanteo, raramente retracto) y, en su caso, el comiso (pena de confiscación del dominio útil por incumplimiento del enfiteuta).
Algunos tratadistas, al conceptuar la enfiteusis condominio, han considerado error su inclusión en el Título VII (De los censos) del Código Civil (1889), olvidando o desconociendo que los codificadores no hacían sino acoger una tradición de siglos. En tierras hoy alicantinas menudean las referencias; basten estas: el establecimiento de tierras en Relleu (1338) se hace “a censo laudemio y fadiga”; en Elche haciendas de moriscos expulsos se establecen en “emphiteusis, censo, fadiga, loisme” (1611); y en el coto de las Pías Fundaciones (1744) el establecimiento es asimismo con “emphiteusis censo fadiga loisme”.
Por su elevada virtualidad para radicar al colono, asociar el dictado de vasallaje y facilitar la recaudación de regalías, el censo con dominio vino a constituir la médula, al tiempo que la jurisdicción era espinazo, de las cartas pueblas y de los establiments emanados de ellas otorgados en el antiguo reino de Valencia por titulares de señoríos seculares, eclesiásticos, de abadengo y órdenes militares. Se explicaría así, en principio, la vasta expansión del censo con dominio en tierras valencianas; no obstante, la justificación pecaría por defecto si no destacáramos y subrayásemos el extrañamiento de los moriscos, que afectó a una tercera parte de la población valenciana. La iniciativa del valido duque de Lerma, marqués de Denia, virrey de Valencia con anterioridad, para mitigar el fuerte descontento de la nobleza, fue recogida en el bando de expulsión (1609) del modo siguiente: “S.M. ha tenido por bien de hazer merced destas haciendas rayzes y muebles que no puedan llevar consigo (los moriscos) a los señores cuyos vasallos fueren”; de forma que, como indicaba una circular del Arzobispo de Valencia Juan Tomás de Rocaberti (1693) “los señores pudieron legítimamente disponer de ellos como de cosa propia, estableciéndoles con uno u otro punto a los nuevos pobladores”. Así, en los señoríos habitados por moriscos el elemento jurisdiccional, si no lo estaba, se dobló del solariego; y es oportuno recordar que, dos siglos después, en 1811, las tres cuartas partes del territorio valenciano eran de jurisdicción señorial. Ello explica la enormidad de las rentas señoriales valencianas, máxime si como afirmara, a comienzos del siglo XVIII, Macanaz: “Ellos (los señores) cobran tributos de las casas y de las tierras, cobran también de los frutos de 3 ó de 4 una, y en los secanos y en otros frutos de 6 y de 7; cobran de los mismos frutos otros derechos en el molino así de aceite como de harina, cobran el diezmo, cobran de lo que se vende en las tiendas, taberna y carnicería, y en fin cobran de ello tales sumas…, con que parece que aunque tuvieran fábrica de moneda no pudieran pagar lo que pagan…”.
Suprimidas las jurisdicciones señoriales (1811), el desmoronamiento del componente solariego o territorial, preservado durante la década absolutista (1823-1833), fallecido Fernando VII (1833) no se hizo esperar. La enfiteusis señorial valenciana pasó, con gran rapidez, de censo con dominio a derecho real disminuido y evanescente sobre cosa ajena (propiedad del enfiteuta); más aún, se convirtió, tras la referida sublevación de la provincia de Valencia (1835), en un gravamen puramente nominal e ilusorio, que los pueblos rechazaron de plano, tachando las obligaciones inherentes de meras infurciones. En efecto, la señoría directa, al afectar a vecindarios prácticamente completos o muy amplios, que cohesionados por su oposición al señorío territorial o solariego, controlaban los ayuntamientos constitucionales, resultó inviable; al punto que, tras la generalización de su impago en 1835, no recobró vigencia. Años después, en la segunda mitad del ochocientos, se abrió paso la consolidación de dominios en manos de los enfiteutas: bien a través de la prescripción que, abolido el derecho foral, permitía el común; o bien por medio de redenciones colectivas muy favorables a los enfiteutas. De estas últimas, el Marquesado de Elche ofrece, entre 1851 y 1855, un ejemplo temprano y prototípico; en efecto, el censualista proponía “una transacción tan generosa como que consiste en perdonar los atrasos de muchos años, y dos terceras partes del capital del censo, dejando a los enfiteutas libres, francos y redimidos de toda obligación para siempre, con solo la entrega de la otra tercera parte, y aun esta la recibiré en cortos plazos…”.
Los Registros de la Propiedad, desde 1 de enero de 1863, ofrecen cumplido testimonio del proceso: al considerar a los titulares del dominio útil como propietarios de los inmuebles enfitéuticos, mientras el directo quedaba reducido a mera anotación o a un gravamen intrascendente, que nadie satisfacía y concluía por desaparecer. Así pues, el dominio útil acabó remodelando, a su imagen y semejanza, las estructuras de propiedad del suelo en gran parte de las tierras alicantinas. Sin olvidar que enfiteutas los había de distinta categoría y, en consecuencia, nuevos propietarios también, resulta innegable que la evolución indicada evitó la presencia de latifundios en manos de la nobleza o de la gran burguesía agraria; a diferencia de otras regiones españolas como Extremadura y Baja Andalucía, también con amplio e intenso pasado señorial, pero carentes de establecimientos enfitéuticos.