Los tribunales de Valencia están de moda. Los tenemos numerosos y muy frecuentados. Por suerte, ajeno a ese tumulto mediático, el organismo de justicia más antiguo de Europa sigue su trabajo cotidiano sobre l’Horta. Como ha hecho desde hace más de mil años.
El Tribunal de las Aguas, para un observador superficial, puede parecer poco más que una original atracción turística. Sólo algunos jueves conseguimos ver cómo dicta sentencia. Oral, inmediata, inapelable.
Pero su trabajo diario con los agricultores va más allá de lo que ven los turistas y es una labor clave en la conservación de la huerta valenciana, aquel «Paraíso en la tierra de sin igual belleza, por el cual corren las acequias en todas direcciones» que describía el poeta andalusí, Ibn al-Abbar.
Valencia era exuberante gracias al agua, y esa materia primera, había que distribuirla de forma solidaria y equitativa, según los principios de la ley islámica. Una ley que no siempre se cumplía.
En el reparto del agua había hurtos, alteraciones en los turnos de riego, acequias sucias que impedían el paso del agua o riego sin permiso, así que los mismos regantes designaron, de entre los miembros de su comunidad, a los más honrados y justos para dirimir estos conflictos. Uno por cada acequia.
De aquel paraíso en la tierra que describía el poeta hemos conservado bien poco. El Turia prácticamente ya no lleva agua, la ciudad se ha ido comiendo su huerta y la huerta ya casi no le da de comer. Pero aquel consejo de hombres honrados ha conseguido transcender siglos y religiones, reyes y repúblicas, y aún hoy sigue juzgando los conflictos de la huerta.
Cómo ver al Tribunal en acción
Para dejar de verlo como un mero ritual y descubrir su vigencia, hay que ser perseverante y acudir varios jueves, puntualmente, a las doce del mediodía a la puerta de los Apóstoles de la Catedral de Valencia. Intentar acercarse al máximo a la verja en forma de semicírculo que protege las sillas, abriéndose paso con cualquier excusa entre los turistas y esperar.
Al sonar las campanas del cercano Micalet, aparecerán uno tras otro los ocho componentes de este peculiar tribunal en el que las blusas negras no son togas, sino blusones de huertano; el mazo se ha transformado en gancho de dos púas, herramienta cotidiana de los guardas de las acequias y los jueces no son expertos en leyes sino labradores, sabios conocedores de las Ordenanzas por las que se rige la Vega de Valencia desde los tiempos del Paraíso.
Una vez en sus respectivas sillas, el aguacil llamará en voz bien alta a los denunciados de cada acequia. En valenciano. Porque este Tribunal habla normalmente en valenciano. “Denunciats de la Séquia de Quart! Denunciats de la Séquia de Quart!”. Silencio. “Denunciats de la Séquia de Benàger i Faitanar! Denunciats de la Séquia de Benàger i Faitanar!” Silencio. Nos quedarán aún seis acequias, seis oportunidades más de que aparezca algún denunciado. Si esto no ocurre. El Tribunal se retirará sin más. Y habrá que volver, el jueves siguiente. Puntualmente a las doce.
Un día, sucederá. “Denunciats de la Séquia de Favara! Denunciats de la Séquia de Favara!” Y allí, de entre el público, aparecerá el denunciado. Sin ningún abogado. Tras exponer el caso el denunciante, que suele ser el guarda de la acequia a la que pertenece el infractor, el denunciado se defenderá a sí mismo. Escuchará al Tribunal y contestará a sus preguntas y sin más, en unos minutos, recibirá una sentencia inapelable: “Este Tribunal li condena a pena i costes, danys i perjuins, en arreglo a Ordenances”.
Eso es todo. Nos parecerá breve y por más que nos hayamos acercado, no habremos podido ni siquiera escuchar bien el porqué de la denuncia. Es entonces cuando nos daremos cuenta de que no hemos asistido a una atracción para turistas sino a un verdadero juicio, sin documentos escritos, sin burocracia, sin esperas, sin más coste que la multa que tenga que pagar el denunciado.
Quizás por eso, por su eficacia, es por lo que ha pervivido durante tantos siglos entre los huertanos.